Un grupo de fotógrafos, documentalistas y exploradores recorrió fiordos remotos de Tierra del Fuego para recrear las imágenes que el sacerdote Alberto de Agostini tomó entre 1913 y 1914, una idea con resultados impactantes: en algo más de 100 años, varios hitos lucen completamente diferentes hoy.

POR Paula López Wood, cronista y exploradora, DESDE LA REGIÓN DE MAGALLANES.

@paulalopezwood

Lo que sabíamos: que íbamos a recrear las fotografías en blanco y negro de Alberto de Agostini, y que la mayor parte de la ruta sería en un entorno de hielo.

Lo que no sabíamos: lo difícil que sería alcanzar esos sitios y lo distintos –por no decir irreconocibles– que encontraríamos los paisajes, un siglo después de que el legendario sacerdote-explorador los registrara con su cámara.

Es enero de 2018 y el yate Monterreal esquiva las olas encabritadas del seno Magdalena, mientras avanza a saltos por el estrecho de Magallanes. A bordo vamos recostados –para evitar el mareo y los golpes en la cabeza– una tripulación que incluye a fotógrafos, documentalistas y exploradores.

“¡Atentos, una jorobada!”, alerta Alfredo Pourailly De la Plaza desde la cubierta. Lleva allí unas horas, al frío, en la intemperie, para hacer tomas de fauna antes de que lleguemos a nuestro primer objetivo, el fiordo Negri. Salimos y vemos la cola gigantesca, cubierta de crustáceos blancos, de una ballena que se asoma sobre el agua. Una, luego dos… ¿tres? Nadie piensa ya en el mareo, concentrados en registrar como paparazzis el desbordante escenario. Al fondo, los hielos fulgurantes del glaciar Schiaparelli recaen sobre una playa de arenas blancas. Frente a la proa, la inmensa cordillera Darwin.

“Ya estamos tranquilos”, dice el capitán, con una sonrisa algo nerviosa. No ha soltado el timón desde que zarpamos de bahía Mansa, al sur de Punta Arenas. Ya estamos tranquilos, refugiados en el canal Magdalena, en las tierras de Alberto de Agostini. Será el primero de doce largos días tras las huellas del sacerdote salesiano, un siglo después de que este se aventurara por Tierra del Fuego.

El mismo encuadre, cien años después.

Todo esto comenzó hace un año, en Punta Arenas. El explorador Cristian Donoso Christie y el documentalista Alfredo Pourailly De La Plaza –directores de este proyecto fotográfico financiado con un Fondart de fotografía– estaban maravillados con las fotos de paisajes patagónicos que había tomado el sacerdote-montañista a lo largo de su estadía y exploraciones en la región, y decidieron hacer una travesía que integrara la historia de la exploración y permitiera contrastar las transformaciones en el mismo paisaje.

“Cristian me mostró un libro de Alberto de Agostini muy antiguo, en italiano, y ahí me di cuenta de que el sacerdote no solo había registrado las culturas originarias de la Patagonia –que es el trabajo por el que más se le conoce–, sino que también tenía muchísimas fotos del entorno. Contacté al director del Museo Salesiano en Punta Arenas, don Salvatore Cirillo, y le propusimos hacer un registro comparativo para ver cómo se había transformado el paisaje en el transcurso del último siglo”, dice Pourailly.

Así, se sumergieron en la bóveda protegida del Museo Maggiorino Borgatello de Punta Arenas y, una por una, revisaron las placas de vidrio que forman parte del archivo de 25 mil fotografías tomadas por el sacerdote. Más tarde, se integraron al equipo los realizadores Rodrigo Méndez y Sebastián Ballek, para llevar un registro audiovisual de la travesía. Era el comienzo del proyectoPostales de Hielo.

Alberto de Agostini tenía estudios en fotografía y montañismo, y su intención era clara cuando llegó, desde los Alpes italianos, a Magallanes como integrante de la comunidad salesiana. “Él no era un sacerdote común; quería explorar y documentar los paisajes de Tierra del Fuego. Por esa razón tuvo desencuentros con la orden, que tenía un enfoque orientado a la educación”, contó el director del museo, Salvatore Cirillo, cuando lo entrevisté antes de nuestra propia expedición. El experto agregó: “Gracias a Monseñor Fagnano (fundador de la misión en Patagonia), De Agostini pudo dedicar su vida a estas expediciones. Él tuvo la visión para apoyar su interés exploratorio, comprendiendo la importancia de que se comunicaran estos territorios desconocidos a la población”.

“Elegimos recrear fotografías que mostraban zonas de difícil acceso, ya que de esa forma llegaríamos a sitios que apenas habían sido visitados. Eso nos permitiría profundizar en la experiencia de exploración del sacerdote; ser capaces de ver lo que significó alcanzar esos lugares en esa época y, por último, divulgar zonas que todavía son desconocidas para otros chilenos”, dijo entonces Cristian Donoso.

En el segundo piso del museo, una vitrina mostraba el equipo que De Agostini usó para escalar las montañas de Tierra del Fuego a principios del siglo XX: botas de cuero, crampones, tornillos de hielo, una cámara de fuelle y otra de cajón. Todo a años luz de los equipos que llevaríamos ahora para imitar sus pasos.

Luego de obtener la autorización de derechos de las fotografías, cada uno en el grupo se preocupó de lo suyo. Pourailly evaluó el equipo fotográfico adecuado para llevar a una zona donde estaríamos completamente aislados –con lluvia, frío y sin posibilidad de asistencia–, mientras Donoso organizaba la logística para navegar y alcanzar a pie lugares que no tenían senderos: precisamente los sitios donde el sacerdote había capturado los paisajes en su viaje entre 1913 y 1914.

Para dar con los lugares precisos, tendrían que guiarse con la información de las fotos originales: montañas, lagos y formaciones en el relieve, pero también con detalles geográficos menores como vertientes, rocas y árboles. “Con el paso de los días, nos dimos cuenta de que las fotos del sacerdote funcionaban como un verdadero GPS. El resultado era tan exacto que si movíamos la cámara diez centímetros, todos los elementos dejaban de estar alineados como en la foto original”, diría más tarde Donoso.

Nos esperaban dos semanas en un laberinto de fiordos rodeados de glaciares y bosques impenetrables. Sabíamos que recorreríamos zonas con escasa cartografía. Los mapas con que contábamos para seguir la ruta de Alberto De Agostini eran zoom digitales de fotos aéreas e imágenes satelitales que dejaban intuir algo de la magnitud de esos bosques, de los cruces de río, de las bahías protegidas donde era posible desembarcar.

Si había una palabra que definía esta aventura, como debe haber sido la del propio sacerdote, era esta: incertidumbre.

Estamos en el fiordo Negri, en el extremo occidental del Parque Nacional Alberto De Agostini, en la Región de Magallanes. Mientras se prepara el desembarco con mochilas y equipos fotográficos, Guy Wenborne –reconocido fotógrafo de naturaleza invitado a esta expedición– observa un retrato del cura en blanco y negro donde se le ve fotografiando un glaciar. “Si bien sus equipos parecen básicos y rudimentarios, en esa época De Agostini usaba la ultima tecnología en montaña, en logística, en campamento e incluso en fotografía. Tanto así que llevaba consigo algunas cámaras experimentales que le pasaban las marcas”, dice Wenborne.

Una vez en tierra, Donoso abre la ruta a través de un muro de tundra que a primera vista parece inaccesible. Poco a poco el velero en el que llegamos desaparece a nuestras espaldas y durante dos horas hundimos nuestras botas en el mallín pantanoso. Hacemos equilibrio para cruzar riachuelos por troncos caídos, cuidando que el dron, los trípodes y las cámaras –fotográficas y de video– no se estropeen. En eso cae una lluvia torrencial y debemos protegernos bajo un bosque denso. Un chorro de agua entra en mi bota y empapa mis pies. Estoy a punto de maldecir, pero el recuerdo de la foto del cura sobre el glaciar, con bototos de cuero, chaqueta de vestir nada impermeable, trípodes de fierro y madera (varios kilos más pesados que los nuestros) cruza mi mente: ¿Cuánto esfuerzo, cuánta tenacidad y pasión habrá tenido el sacerdote y sus acompañantes para llegar a estos sitios remotos, a merced de un clima de fin de mundo?

La fotografía de naturaleza no es tarea fácil, menos cuando lo que se busca retratar son sitios inexplorados. En eso, la tormenta ofrece tregua: ganamos altura y una sonrisa se esboza en el rostro de un compañero. Al fondo divisamos nuestro primer objetivo: el glaciar Negri.
Fotografía: Cristian Donoso Christie

Guau… Uff… Un montón de exclamaciones breves y emocionadas sale del grupo. Es el desconocido glaciar Negri. O, más bien, lo poco que queda de él: una delgada franja de hielo que desciende hasta el lago Spegazzini. Con la imagen de De Agostini en la mano, y ubicados en el mismo punto donde esta fue capturada, el resultado es impactante. “En la foto se ve el glaciar desbordando el cañadón de roca por todos lados; o sea, en ese entonces había lenguas de hielo que caían por los costados y el glaciar avanzaba hacia fuera, ocupando casi toda la superficie de la laguna. Lo que vemos ahora es un remanente del glaciar, un pequeño testimonio de la magnificencia que tuvo en otra época”, dice Donoso, sin despegar la vista del resto de hielo.

¿Qué había pasado? ¿Por qué el glaciar Negri se había encogido de forma tan dramática en el transcurso de un siglo? Estábamos a cientos de kilómetros del asentamiento humano más cercano o de cualquier fuente de contaminación que afectara estas masas de hielo. Alrededor nuestro todo era territorio virgen, un laberinto de fiordos prístino y deshabitado. Las siguientes comparaciones de fotos antiguas con paisajes actuales ofrecieron nuevas pistas, tan reveladoras como desconcertantes. A los pies del lago Spegazzini, desde donde debíamos recrear otra foto del sacerdote, esperábamos encontrar –varados en la orilla– témpanos del tamaño de casas. En cambio, había un bosque exuberante. El verdor se había apoderado del encuadre y la parte de hielo había desaparecido por completo de allí.

Algunos días más tarde, cuando navegábamos hacia la bahía Ainsworth para fotografiar el glaciar Marinelli –el más grande de Tierra del Fuego–, vimos un retroceso sin precedentes: uno de los tres más rápidos que se han documentado en glaciares de Sudamérica, que hizo desaparecer 10 kilómetros de esta masa de hielo en el transcurso de medio siglo, según estudios realizados en la zona por el glaciólogo y aventurero Charlie Porter.

Hay días en que la fotografía nos pone a prueba. El cansancio se acumula, el frío se hace intenso, la humedad impide que la ropa se seque. En Ainsworth debemos subir un cerro de turba roja –donde nos hundimos hasta las rodillas– para alcanzar la altura que permitirá registrar una pequeña isla y, de fondo, lo que queda del glaciar Marinelli. Encontramos el sitio exacto gracias a un coihue achaparrado que, si bien ha crecido, mantiene la misma estructura que en la foto original. Pero hay algo que no calza. Entre la isla y la orilla, no se ve el puente de tierra que sí aparece en la foto del sacerdote. Tendremos que esperar a que baje la marea para lograr la composición. Así que nos instalamos bajo un toldo que protege de la lluvia y esperamos. Las horas pasan y la marea baja imperceptible: el momento en que se revelará el banco de arena parece lejano, inalcanzable. Para matar el tiempo, contemplamos la lluvia que cae y desaparece, los cambios de luz en el hielo del fondo, identificamos las aves curiosas que llegan. Un derrumbe de hielo, a lo lejos, rompe el silencio. “Yo creo que De Agostini se abocó a fotografiar lo que para él era la obra de Dios, en el sentido de que, para su mente europea, él estaba tan sorprendido por esta geografía colosal, que sentía que daba a conocer a la civilización todo este paisaje brutal y maravilloso de la Patagonia”, dice Guy Wenborne.

Ocho horas después, logramos el encuadre. La espera valió la pena. Las nubes desaparecen y el sol ilumina la cordillera Darwin y el glaciar. El banco de arena finalmente se asoma y la composición de los elementos es idéntica. Satisfechos, Donoso y Pourailly capturan la dramática escena y retornamos hambrientos al velero.

Han pasado diez días desde que partimos y no hemos visto a nadie que no sea del equipo. Solo albatros, petreles gigantes y una que otra foca leopardo. Estamos en el fiordo Parry, en el seno Almirantazgo, el punto más remoto que alcanzaremos desde que zarpamos de Punta Arenas. El yate Monterreal abre huella entre trozos de hielo y evita los témpanos más grandes para no dañar el motor. Es una maniobra arriesgada. Hasta hace poco, era imposible alcanzar este punto navegando. “Es impresionante cómo ha disminuido el hielo en esta zona. Hace diez años hice dos intentos por entrar al final del Parry en kayak y no pude, por la cantidad de hielo que había”, dice Donoso.

Ya al final del fiordo, la vista parece la escena de una película de ciencia ficción. Estamos en un anfiteatro glaciar que se eleva unos dos mil metros hasta los grandes filos montañosos, y bajo nosotros, en el agua plácida y turquesa, los témpanos se desplazan como si tuvieran vida propia, protagonistas de este planeta de hielo donde nos volvemos insignificantes. Somos privilegiados testigos de este paisaje gélido, sin más distracción que el sonido de un derrumbe en la lejanía. Este atrevimiento e imponencia de formas no podía menos que despertar en algún andinista el deseo de trepar a su cima y de saborear de cerca las maravillosas bellezas de aquellos eternos y fantásticos hielos, escribió Alberto de Agostini en Treinta años en Tierra del Fuego. “Lo bonito de este proyecto es que permite observar las fotografías de Alberto de Agostini no solo como un documento histórico, sino también las proyecta al futuro, mostrando cómo el mundo se está transformando por el cambio climático. De esta forma podemos moverle el piso a la gente. Efectivamente, cada acción que hacemos tiene un impacto en la naturaleza y es así como estos lugares, que están lejos de todo y de los que no tenemos consciencia, sí se ven afectados por lo que hacemos día a día. Eso es lo que queremos mostrar y seguir registrando con nuestro trabajo”, dice Donoso. De fondo, suena la gruesa cadena del ancla que sube. Comienza el lento retorno.

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